EL HIJO REBELDE
En los tiempos de la francesada, se sucedían los motines y las algaradas. Vivía en este pueblo un pacifico y entonces feliz matrimonio, que llamaremos Juan y Francisca. Tenían un hijo travieso, como cualquier muchacho sano, y un buen vivir con el producto de unas tierras de viña y labranza. Así pasaban su tiempo, hasta que el hijo empezó a darles disgustos por sus maneras bruscas y rebeldes en la escuela, con los amigos y algunas veces en casa.
Ocurrió que una epidemia, tan frecuentes en aquellos tiempos, dejó huérfana a una hija de unos parientes cercanos, y su buen corazón les aconsejó recoger a la pobre niña en hija adoptiva. Molestó en principio esta decisión al hijo, que se sentía un poco desplazado de su calidad de hijo único, pero según pasaba el tiempo terminó por aceptarlo. Lo que no aceptaba era el duro trabajo como agricultor, él tenía otras aspiraciones y se rebelaba contra la vida monótona del labrador; quería espacios más anchos, se entusiasmaba con las historias que, de cuando en cuando, contaban de tal o cual suceso famoso, y se sentía inquieto por su condición de oscuro campesino. Tenia otras ilusiones.
Con ello vino la intranquilidad y el desasosiego de los padres, que veían con pena los malos modos del hijo para con ellos y para aquellos que le rodeaban.
Las más afectadas por aquella tirantez, eran la madre y la prima, por su sensibilidad y carácter dulce y apacible.
Estos disgustos aumentaban en intensidad y número, hasta que en cierta ocasión, el joven se encerró en su habitación más disgustado y violento que de costumbre.
A la mañana siguiente, en vista que no acudía a la hora del desayuno, la madre fue a su habitación y la encontró vacía y una carta que le comunicaba, que se marchaba definitivamente y que renunciaba a sus derechos en la herencia en favor de su prima Manuela y el fruto que había de llegar, como fruto de sus amores con él, que no quería nada con el pueblo ni con los padres y que lo único que se llevaba era el caballo, algo de ropa y un poco de dinero para los gastos más necesarios.
Imagínense el disgusto y el dolor de los padres y de la sobrina.
A pesar de todo esperaron ilusionados la llegada del nieto.
En la madre quedó una esperanza en el que el hijo, que para ella siempre sería "el hijo ausente".
Desde el primer día puso el plato y la silla en su lugar habitual a la hora de comer y se resignó con la amargura de su falta.
Aunque el padre lo pretendía disimular, empezó a cansarse y perder la ilusión por la vida a causa de su abandono.
La joven madre tuvo siempre el rictus de amargura por el abandono de su primo, del cual estaba verdaderamente enamorada, aunque los abuelos les tenían toda clase de atenciones y cariño.
Al fin, de los ocultos amores nació un niño, que fue la bendición de una casa con amarguras pasadas.
La madre que tenía tantas amarguras y molestias sufrió durante el embarazo, quedó con la salud quebrada y al cabo de unos años entregó su alma a Dios, con la congoja de sus tíos y padres adoptivos que estaban tristes y avergonzados por la conducta de su hijo.
Pasó el tiempo y el nieto, llamado Juan como su padre, se transformó en un joven fuerte y trabajador. Mientras su abuelo cayó enfermo y al poco tiempo pasó a mejor vida. Quedáronse solos la abuela Francisca y el joven Juan, luchando con la vida y viviendo del recuerdo.
Pasó el tiempo y ocurrió que con el movimiento continuo por aquel entonces, llegó al pueblo una compañía de lanceros, cuyo capitán pidió alojarse en casa de Juan y Francisca. Le dijeron que Juan murió enfermo y dolorido por la fuga de su único hijo y que Francisca vivía con su nieto. Insistió en su deseo el capitán, hombre de unos cuarenta y algunos, con espesa y negra barba y bruscos modales. Al poco tiempo estaba en casa de Francisca, quien lo recibió bien, y lo puso a dormir en la habitación de su hijo. Quedose solo el capitán, sin salir hasta la hora de la cena, quedándose admirado de que, a pesar de ser tres comensales, había servido para cuatro.
Preguntole el capitán la razón y le contestó Francisca: Hace veintidós años se marchó, sin decir palabra, nuestro único hijo, dejándonos a nosotros solos y a su novia embarazada, desde entonces este plato y los corazones de todos lo esperamos seguros que volverá algún día. El muchacho presente era su hijo, y no había tenido la suerte de conocer a su padre, pero que le esperaba como los demás.
Quiso el capitán sentarse en esa silla y se opuso Francisca, diciendo que ya era bastante estar en su habitación, durmiendo en la misma cama y las mismas sabanas. Callose el oficial y cenaron. Al término le dijo al muchacho que por qué no se iba con él, que le prometía una vida mejor. Ya es buena la que tengo, contestó, y así quedó la cosa.
El capitán no salía de su cuarto, como no fuera en horas de servicio, para comer o cenar y parperentorias necesidades, pero siempre que se juntaba con Juan, le repetía la misma perorata sobre la vida que por su mediación podía alcanzar, hasta que en una ocasión le contesto Juan, en forma agria, que él no abandonaba a su abuela, como hizo su padre, abandonando a sus abuelos, a su madre y a él mismo,
Con esa categórica afirmación se terminaron las insinuaciones del militar.
Llegado el momento de la marcha de los militares, salió toda la familia a despedirlos y cuando estaba el capitán en su caballo, se dirigió a Francisca diciéndole Ha tenido usted en su casa diez días a su hijo Juan y no lo ha conocido. Picando espuelas, salió corriendo, sin hacer caso de los gritos de dolor de la pobre vieja.
Recogida de "Socuéllamos; Tradiciones, costumbres y cuentos"
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